viernes, 3 de octubre de 2008

EL OTOÑO

Al llegar estas fechas recuerdo que, ya desde niño, me asaltaba un sentimiento de cierta tristeza que no sabía explicarme. Duraba apenas unos días, hasta que de forma inconsciente ibas asumiendo el cambio estacional y te ibas introduciendo, sin darte cuenta, en el ambiente otoñal ya enfilando el invierno.

En aquellos años, una de las razones de aquella tristeza era, sin duda, el final de las vacaciones estivales. El internado (de los de aquella) esperaba nuestra llegada para tres largos, larguísimos meses. Había que dejar el pueblo, el querido pueblo, los amigos y los juegos despreocupados. Se acababa la libertad. Pero no era ésta la única causa, yo sabía que existía algo más que influía en mi decadencia de estado de ánimo.

Poco a poco, sin darme cuenta, iba identificando algunas de aquellas razones, y recuerdo una de ellas que se materializaba en una imagen que, desde entonces, siempre he querido contemplar para volver a sentir aquellas sensaciones que me suscitaba en mi infancia y juventud. Era la imagen de una bolera cubierta de hojas secas y amarillas que el otoño iba desprendiendo de los árboles circundantes. Un bolera sin actividad, sola, sola como los muertos, silenciosa y descuidada. En algún rincón e veía algún trozo de madera que en algún tiempo había sido bola, totalmente perdida su configuración esférica a fuerza de muchas partidas y de los castañazos que al chocar contra los bolos producían el “retingle”.

Aquella era una imagen triste que te contagiaba cierta melancolía, pero que hoy, en este mundo que casi te roba hasta las sensaciones, te gusta rememorar porque, de alguna forma, sientes que sigues vivo y que aquellas cosas sencillas y naturales que de joven te emocionaban, siguen ahí, lo que pasa es que hay que aprender a verlas de nuevo.

Había más razones para aquella pasajera melancolía. Un buen día amanecía lloviendo y sin color, como una película en blanco y negro, y sentías por primera vez sensación de frío. Empezabas a notar que la gente ya no estaba, que habían regresado a sus lugares de residencia una vez concluidas sus vacaciones y, entonces, empezabas a asumir la realidad de que el verano había finalizado y te sentías triste y desilusionado, y veías muy lejos el próximo.

El otoño y el invierno son largos en nuestra tierra del norte, pero no están exentos de belleza y atractivos. Los verdes se tornan en ocres maduros dando al paisaje un tono añejo y cansado. Los prados emanan aromas distintos traídos por la lluvia y los vientos y hay más calma y más paz.

Toda la naturaleza se disfruta más porque la sentimos más próxima, más nuestra. Debo confesar que antes, de más joven, no sentía yo tanta atracción por la naturaleza. No apreciaba los matices propios de cada estación y de lo que en cada una es susceptible de admirar y disfrutar. Tampoco es que ahora me haya convertido en un cruzado de la causa, pero sí que le doy más mérito y la aprecio mucho más. Antes estaba ahí, vivías entre ella, con los plátanos de ramas entrecruzadas del paseo y con los chopos de la bolera. Vivías entre los castaños y los eucaliptos y te eran familiares las saucedas de la orilla del río y los alisos y los avellanos, las hayas, los cerezos, los manzanos, los robles. Pero aquello era lo normal, lo natural, estaba ahí desde siempre como un mueble de tu propia casa y, precisamente por eso, no le dabas el merecido aprecio. Hoy hay que extremarse en cuidarlos y conservarlos, y quizá por eso añoras aquellos tiempos pasados, y quizá por eso te gusta más.

Es cierto que los pueblos, en esta época se quedan más solos y más tristes, que la vida se hace más monótona y pausada, que la lluvia y el frío nos incomodan y que echamos de menos el bullicio del verano, las playas y las fiestas, pero si queremos, si lo intentamos, hallaremos los aspectos bellos y positivos que esta época nos brinda.

Los poetas y los artistas, en general, se inspiran más en estas estaciones más proclives a la melancolía y al romanticismo, donde las dotes creadoras se subliman. La lluvia, el viento, la nieve, las tormentas o el mar encrespado por los elementos, son ingredientes utilizados en muchas creaciones artísticas. Por eso, no debemos empeñarnos en ver solamente la noche, la parte oscura, hemos de abrir los ojos y aprender a ver la luz de lo que nos rodea.

Con los años, los cambios de toda naturaleza que la vida nos impone, nos ciegan o nos hacen ver las cosas de formas muy distintas, y nuestros gustos e inclinaciones van cambiando. Determinadas circunstancias adversas, o simplemente la presión y la lucha que a diario hay que soportar, te apartan de muchas cosas y, tristemente, te vendan los ojos de la imaginación y la fantasía.

Yo siento no sentir ya aquellas naturales e infantiles sensaciones de entonces, y siento que la vida, aunque me haya dado muchas cosas, me haya truncado más de una ilusión. Pero voy a intentar –aún no es tarde- jugársela con mi empeño en revivir y mi afán irrenunciable de volver a sentirlas.