Siempre me he sentido yo orgulloso de ser de pueblo. Los nacidos y criados en pueblos hemos tenido la oportunidad de sentir sensaciones únicas que nunca han sentido los capitalinos o, de haberlas sentido, han sido, sin duda, en menor medida.
Siempre es reconfortante llevar la mirada atrás y recordar cosas y costumbres de los pueblos. Hoy, por supuesto, siguen existiendo pueblos pero no como los de antes. Los pueblos cambian porque la vida cambia y es imposible dar la espalda a determinados avances y supuestas comodidades y modernidades que entran, sin defensa posible, en todas las casas.
Puede parecer absurdo añorar un pueblo con callejas sin asfaltar, que se embarraban y se hacían prácticamente intransitables en invierno. Puede parecer absurdo añorar las cocinas de carbón y leña que eran el alma de todas las casas de los pueblos, hoy sustituidas por sistemas más limpios y cómodos en todos los aspectos. Y, también, puede parecer de ultranostálgicos (permítaseme el palabrejo) añorar los ladrillos refractarios que tan bien conservaban el calor y que teníamos que llevarnos a la cama para que, al menos nuestros pies, entraran en calor, entre aquellas sábanas y mantas que parecían mojadas por la humedad que nos penetraba hasta la médula de los huesos.
Pues perdónenme pero yo lo añoro. Es inevitable que cuando nos llega una invernada como la que estamos sufriendo por aquí, no se vaya mi recuerdo hacia la casa en que nací en mi pueblo de Panes, donde la humedad y, consecuentemente, el frío son datos a tener en cuenta.
Recuerdo con nostalgia la cocina de carbón y leña que sólo mi madre sabía poner a punto desde primera hora de la mañana. Recuerdo su olor peculiar, que algunas veces regresa a mis sentidos, aunque éstos no tengan la pureza y sensibilidad de aquellos años.
Allí, en aquella cocina nos reuníamos todos al calor de la lumbre. Allí se escuchaba la radio, máximo hasta después del “parte” de las diez, y en el horno se calentaban los ladrillos que envueltos en un paño nos llevábamos a la fría y húmeda cama.
No puedo olvidarme del olor a castañas que se asaban sobre la chapa que, a veces, se ponía al rojo vivo, ni del sonido al hervir el agua que en un recipiente lateral calentaba para cualquier necesidad que hubiese. Recuerdo, también, la cazuela con hojas de eucaliptos que hervían y daban aquel vapor aromático con que combatías los catarros y calmabas las largas sesiones de tos.
Aquellas cocinas, además, lo quemaban todo. No había en los comercios tantos envases ni bolsas de todo tipo como hay hoy. Por eso yo no recuerdo una de las incomodidades y problemas que hoy suponen las basuras. Todo se quemaba allí y mi madre nunca decía “baja la basura” sino “baja la ceniza”. Un día sí y otro no, se llenaba un caldero de cenizas que íbamos a tirar a unos caminos un poco apartados y que seguro que venían hasta bien para la solidez del suelo.
Hoy todo es distinto. Puede resultar más cómodo, de hecho es así, pero nada es tan entrañable como aquello que se fue quedando atrás.
Con aquellas casas y con aquellas cocinas, hoy ya desaparecidas en su gran mayoría, se fue una época, un estilo de vida, un arte y muchas leyendas y tradiciones orales que hoy hay que dar por perdidas.
No vamos a hablar ya de cualquier pote cocinado lentamente en aquellas chapas y en aquellas ollas. Eso no tiene valor para quien no lo saboreó.
Hoy podremos vivir muy cómodamente. Nunca pasaremos frío en casa. Una comida se puede preparar en media hora, o menos. Tenemos agua caliente a disposición a cualquier hora del día. Pero es otro calor y otro sabor. Nada tan agradecido y valorado como el calor de aquellas cocinas que unían a las familias y fomentaban el diálogo y la comunicación entre sus miembros.
Nada como el olor a eucaliptos y a castañas. Nada como el gorgojear del agua caliente, el chisporrotear de la leña y el estallido de las castañas. Nada como los ladrillos que calentaban tus pies.
Lo de hoy, lo tenemos aquí, nos sentimos cómodos con ello. Pero no nos despierta ninguna sensación. Esto no tiene ningún mérito.