lunes, 5 de septiembre de 2011

EL POPOCATEPETL. LA LEYENDA DE FUEGO.



Estos días escuchaba en los telediarios que el volcán Popocatepetl estaba otra vez cabreado. El "Popo" se ha despertado de nuevo y lanza sus ígneos exabruptos sobre la tierra mexicana. El legendario volcan con nombre de guerrero azteca, llora de nuevo la muerte de su amada Iztaccihuatl, con lágrimas de fuego y lava. Son leyendas preciosas que a mi siemnpre me han gustado.

Una de esas antiguas leyendas nos cuenta que el valiente guerrero, Popocatepetl, dejó a su amada, la princesa Iztacciuatl, para irse a la guerra. Poco después, a la princesa le anunciaron que su amado había muerto en la batalla y la bella princesa fue languidenciendo hasta morir de amor y de tristeza. Pero aquellas noticias no eran ciertas y, cuando Popocatepetl volvió a su tierra, sólo pudo abrazar, desesperado, el cuerpo sin vida de la princesa amada. Luego la tomó en sus brazos y la recostó en lo más alto de una montaña próxima desde donde él mismo se arrojó a una profunda sima volcánica. La nieve fue cayendo y cubriendo la montaña, formando sobre ella el relieve del cuerpo de la princesa muerta.

Así quedó esculpida e inmortalizada, en dos inmensas moles pétreas, la leyenda de amor y pasión de Popocatepetl, “La Montaña humeante”, e Iztaccihuatl, “La Mujer dormida”. Ambos duermen juntos, desde hace siglos. Muy cerca el uno del otro. El guerreo, inquieto y siempre amenazante. La princesa, serena, sin un suspiro…

Entre ambos volcanes se abre un amplio canal que conduce a las preciosas tierras de Tlaxcala y de Puebla, y que, aún hoy, se conoce como “El Paso de Cortés”. Por allí llegó el conquistador extremeño a los valles tlaxcaltecas camino de la capital del imperio, Tenochtitlán.

Otra hermosa leyenda nos cuenta como Tezcatlipoca, el dios de la noche, envidioso de Quetzatcóatl (La Serpiente emplumada), el más célebre de los dioses mexicas, le ofreció a éste un regalo delicadamente adornado. Al abrirlo, Quetzatcóaltl vio su cara reflejada, por primera vez, en la superficie del presente, que no era ni más ni menos que un espejo.

Él, siendo un dios, creía que no tenía rostro. Ahora, al descubrir su cara humana en la pulida superficie, comprendió que era mortal y que su destino era sólo pasajero. Esa noche se emborrachó y ultrajó a su propia hermana.

Al día siguiente, abandonó Tenochtitlán en una balsa, alejándose rumbo al levante, pero prometió regresar algún día para comprobar si los hombres habían cumplido con la obligación de cuidar de la tierra.

Ese regreso se produciría durante el periodo del quinto Sol, que en el calendario cristiano viene a corresponder al año 1519. Su regreso sería en el paso entre los volcanes Popocatepetl e Iztaccihuatl y allí se dirigió el emperador Moctezuma. Pero, en vez de Quezalcóatl, quien llegó por el paso fue un hombre barbudo, de vestidos metálicos que nada sabía ni de Popocatepetl, ni de Iztaccihuatl, ni de Tezcatlipoca, y que no podría imaginar la belleza que le esperaba, a penas a un centenar de kilómetros, cuando llegase a la magnificencia de la capital del imperio azteca, Tenochtitlán.

Durante mis años en México, en tierras poblanas, todos los días al salir de casa camino de trabajo, al doblar una curva que me introducía en la autopista camino de la ciudad, se me presentaba “El Popo”, inmenso y magnífico. Ante él, como ante Dios, me santiguaba todas las mañanas porque, para mí, aquello era la imagen de Dios, representada por la impresionante naturaleza por Él creada.

Muchas mañanas salía de su cráter una leva y blanca columna de vapor que realzaba su belleza. Otras veces, sus manifestaciones eran más inquietantes, pero el Popo siempre había sido así, y ni los más viejos lugareños recordaban ninguna agresión desastrosa del legendario guerrero petrificado. La mañana que la niebla, o el humo que salía de sus fauces impedía su impresionante vista, no era la misma. Faltaba algo: la fuerza que te infundía su contemplación.

Lo indígenas le adoran. Hay que tener contento y tranquilo al gigante. Él les protege. No le temen. Ha sido su guardián durante siglos, y les es familiar. Hay en México mucho a quien temer más que al Popo..

Estos días, el fragor de la erupción, se me asemejaba al grito desesperado del guerrero vencido y aquella inmensa columna de vapores y fuego, a cuchillos de obsidiana que se elevaban para atravesar un corazón. Como en un cruento sacrificio ritual de los aztecas.

viernes, 2 de septiembre de 2011

EGIDIO GAVITO. CIEN AÑOS DE UNA ESTATUA.



A veces me pierdo, queriendo perderme, por los rincones de mi tierra, de mi concejo. Siempre se descubre algo nuevo. Algo que, con seguridad, ya habías visto muchas veces, pero en lo que no te habías fijado con detalle.

Yo, me he sentado muchas veces en el parque de Poo, mientras esperaba que mi mujer saliera de los talleres donde da rienda suelta a sus aficiones en el centro de artesanía…Un día, por casualidad, o quizá porque algo me estaba llamando, me fijé en la estatua que preside el parque. Era un señor, sentado, de proporciones grandes. Era alguien del que yo no conocía nada. Me acordé de la estatua que hay en mi pueblo (Panes) de don Ángel Cuesta Lamadrid. Sólo es un busto. Yo, de crío, la miraba y la miraba. No sabía nada del personaje, ni sabía por qué estaba allí. Pero me atraía. Un día le pregunté a mi padre y su respuesta no me satisfizo en nada: “Era un indiano”…No. Yo sabía que esa no era la razón. En mi tierra hubo muchos indianos, pero pocos fueron meritorios de una estatua en su pueblo.

La de Poo es una estatua de un hombre, como meditabundo que no se sabe donde mira. Me recordó a la de Ramón de Campoamor, en Navia, que, siendo crío, había conocido y me había impresionado. Siempre tuve yo atracción por las estatuas….

De Ramón de Campoamor, conocí luego (en mis años de bachillerato) sus “Doloras” y “Pequeños poemas”. Yo discutía con mis compañeros de colegio (cántabros casi todos) quien era el mejor poeta. Nunca me acobardé. Yo sabía que Campoamor no me iba a defraudar. ¿Cómo iba a hacerlo?

Me contraponían autores montañeses (fenomenales) a los que yo les profeso admiración. Uno de ellos era José del Río Saiz (Pik), que tiene su estatua, en Santander, inmensa, por tamaño, y porque se la merece, bajando al Sardinero, junto al “Camello”.

Pero no quiero apartarme de lo que quiero escribir hoy. En estos días hace cien años que se inauguró la estatua de Egidio Gavito en el pueblo de Poo de Llanes, su pueblo. Esa estatua que, un día, a mi me llamó la atención, es la que traigo hoy a mi comentario.

Traté de saber quien era el personaje. Y tengo muchos apuntes sobre su biografía. Traté de saber quien había sido el autor de esa, para mí, obra del arte escultórico, olvidada y poco visitada. Algo me atraía a mirar aquella efigie.

Quien fue Egidio Gavito Bustamante no lo voy a descubrir yo. Quien no lo sepa es porque nunca ha leído una página, ni de un periódico. Cosa frecuente y nada extraña.

Hace dos o tres años, me envió mi querido amigo, José Ignacio Gracia Noriega, un libro suyo al que ya he dado muchas vueltas. Es una biografía del escultor Sebastián Miranda. Su título: “Vivir de milagro”. Siempre he agradecido a Nacho ese libro, como otros que me dedicó y guardo con cariño. Sebastián Miranda, el célebre autor del “Retablo del Mar”, es también el artífice de la estatua de Egidio Gavito en Poo de Llanes.

Según nos cuenta Ignacio en este libro, fue la primera obra de envergadura del escultor asturiano. A Miranda le gustaba más la escultura de proporciones pequeñas y mostró reticencias para su realización. Un arquitecto amigo le convenció al fin y acometió la obra.

Como documento gráfico, sólo disponía don Sebastián de una fotografía del insigne personaje, y modeló la escultura como Dios le dio a entender. Por eso, siempre se dijo que el hombre inmortalizado en bronce no tenía mayor parecido con el prohombre llanisco al que su tierra quería honrar.

Fue don Fermín Canella, el célebre asturianista y rector de la Universidad de Oviedo, el encargado del discurso de la inauguración del monumento. Sebastián Miranda estaba satisfecho. No había críticas negativas a su creación y la concentración, alrededor de su escultura, de personas de las inmediaciones era grande. Don Fermín Canella, su antiguo profesor de Derecho, había elogiado al escultor con palabras elocuentes y cariñosas.

Pero algo “picaba” en los adentros de don Sebastián. Por eso, al finalizar los actos, se encontró con un policía local lo suficientemente viejo como para haber conocido al ilustre que quedaba inmortalizado, y le pregunto:

-Oiga, paisano ¿Conoció usted al señor de la estatua?
-Sí, señor. Y “lu traté muchos años”.
-Y qué: ¿Se le “paez” algo…?
-No, señor; no se le “paez” en na…..
-¿Ni en las manos..?
-Ni en las manos ni en na.., carajo….

Después de esta experiencia, don Sebastián Miranda no insistió más en esta modalidad escultórica. “Reconozco, comentaba en alguno de sus escritos, que Dios no me ha llamado por este camino”.

Por ese, o por otros caminos, lo cierto es que don Sebastián nos ha dejado una obra preciosa; escultórica y literaria. Y una riquísima biografía poco conocida. Quizá, como ha ocurrido tantas veces, tenga que llegar un hispanista inglés a descubrirla.