Lo sé, porque en parte yo lo viví, que hubo un tiempo que este país era libre y feliz. El pueblo iba y venía sin mayores problemas. Celebraba sus fiestas patronales y cantaba, bailaba y se emocionaba. Cada fiesta encerraba sus ancestrales tradiciones que se llevaban a cabo con respeto, rigor y libertad. Unos creían y otros no, pero el santo o la santa, el misterio y la pasión, les unía a todos.
No había abundancia de recursos materiales para poder quemar, como la pólvora, en honor de la figura que encarnaba el patronazgo, pero había ilusión, mucha ilusión, y había alegría y hermandad.
Cada pueblo, villa o ciudad esperaba con ansia sus días anuales de fiestas patronales para esmerarse y competir, en buena lid, con sus vecinos. Las fiestas se desarrollaban con entusiasmo y normalidad. Incluso las autoridades levantaban la mano permitiendo situaciones excepcionales que ayudasen a magnificar las celebraciones. No había prisa, no había horarios de cierre, no se prohibía cantar hasta altas horas porque todo el mundo estaba de fiestas. Había comida y bebida para cualquier visitante forastero que era amablemente acogido por el vecindario. Había, sencillamente, normalidad y armonía, y no había reglamentos legales que agobiaran a nadie.
Había, por el contrario, libertad y alegría, y misa solemne, y bailes tradicionales, y bolos y sidra que corría sin tasa, y sol y música, y los gaiteros soplaban sin descanso, y los mozos competían en la interpretación de la tonada.
De todo esto nos acordamos muchos, otros, por desgracia para ellos, no lo alcanzaron a vivir. Esos son los que viven en estos tiempos de imposiciones y prohibiciones. Los que ven como sus fiestas merman porque las leyes de este país que pierde sus libertades casi sin darse cuenta, agobian y entristecen los rostros. Leyes que parecen dictadas para destruir lo humano y lo divino.
La fiesta marinera, como la que hoy celebra Llanes en honor de Santa Ana, no podrá realizar su procesión por el mar, acompañada de sus fieles que otrora llenaban los pintorescos barcos de los marineros llaniscos, para acompañar a su patrona a enseñarle las aguas donde sus hijos faenan y se juegan la vida uno y otro día en busca del sustento.
No podrán hacerlo porque leyes, absurdas a mi juicio, se lo impiden por primera vez en la historia.
Hoy no se verá en la costa llanisca, la inigualable concentración de pequeñas embarcaciones que se reunían todos los años para acompañar, en una breve salida, a la santa que desde una austera capilla, vela día tras día por las familias marineras.
Por eso se añoran aquellos tiempos en que España era feliz y en los que el pueblo gozaba de más libertades que en estos tiempos en los que nuestros gobiernos presumen de haber alcanzado, para el pueblo, un nivel de libertades nunca visto, y, encima, hay que creerlo y asumirlo como decreto ley.
Del “prohibido prohibir” tan traído y llevado, del que alardearon nuestros actuales gobernantes y que hoy se han guardado en un oscuro bolsillo de sus ropas, se pasó al prohibir sin tasa ni razón. No se dan cuenta del daño que hacen, no ya a los ciudadanos, sino a toda una cultura ancestral por la que ellos tenían el sagrado deber de velar para entregarla intacta a nuevas generaciones venideras.
Las cosas del pueblo, son del pueblo, nadie debería olvidarlo. No son ni de los políticos, gobiernen o no gobiernen, ni de las comisiones de festejos, ni de los que puedan patrocinar algunos de estos festejos. Son, clara y llanamente, del Pueblo, con mayúsculas. Y eso es sagrado. Ahí nadie debería meter sus sucias manos.
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