Viviendo yo en Santander, ya hace bastantes años, me pasaba con cierta frecuencia por un bar en el que concurrían muchos cazadores, algunos buenos amigos míos, que estaba en la calle “3 de Noviembre”, “El Pibe”. Alguna vez me pregunté que tendría de particular esta fecha, pero tardé tiempo en preguntarlo y saber que recordaba.
El 3 de noviembre de 1893, se produjo en el puerto de Santander la explosión del vapor “Cabo Machichaco”, constituyendo una de las mayores tragedias –junto con el incendio de 1941- que tuvo que soportar la capital montañesa, y la mayor, de carácter cívico, acaecida en España en el siglo XIX.
El “Cabo Machichaco” fue un barco de vapor perteneciente a la Compañía Ybarra que prestaba servicios de cabotaje entre Bilbao y Sevilla, con escala en Santander a cuyo puerto acababa de arribar con una carga mortífera. El 3 de noviembre, el vapor abandonó el fondeadero de la ría de Astillero tras haber cumplido el plazo reglamentario de cuarentena, a causa de la epidemia de cólera que se extendía por su puerto de origen, Bilbao, atracando en el muelle saliente número 1, conocido como la tercera machina, frente a la actual calle de Calderón de la Barca.
Entre otras mercancías, el “Machichaco” transportaba algo más de 51 toneladas de dinamita procedente de Galdácano y varios garrafones de ácido sulfúrico en cubierta. De acuerdo con el Reglamento del puerto de Santander, cualquier buque que transportase dinamita debía efectuar sus operaciones de carga o descarga en el fondeadero de La Magdalena o al final de los muelles de Maliaño. Sin embargo, esta normativa parece ser que era incumplida sistemáticamente con la connivencia de todos los responsables en aplicarla.
En este sentido se manifiesta el historiador santanderino, Rafael González Echegaray, quien critica duramente la actuación del las autoridades portuarias que permiten el continuo incumplimiento de lo reglamentado:
“Lo que ocurría, sencillamente, es que desde aquél mismo instante había quedado patente la infracción de los Reglamentos Portuarios cometida por parte del buque, de su consignatario, de la aduana y de las autoridades en general. Todos, absolutamente todos, eran culpables por imprudencia o negligencia, en mayor o menor medida, y además no tenían noción exacta de lo que estaban arriesgando en aquellos momentos”.
Hacia la una y media de la tarde de ese fatídico día, 3 de noviembre, las autoridades locales fueron informadas de que se había declarado un incendio a bordo del “Machichaco”, que se intentaba apagar con los pocos medios disponibles del barco, los de los bomberos, que también eran escasos, y los del gánguil de la Junta del Puerto. Ante la situación creada, la mayoría de las autoridades locales y técnicos, se involucraron en el incendio para tratar de sofocarlo. El incendio, que empezó en la cubierta y se propagó por las bodegas de proa, surgió como consecuencia de la explosión de una de las garrafas de vidrio situadas en la propia cubierta y que contenían el ácido sulfúrico.
Tripulaciones de algunos barcos anclados en el puerto, prestaron su ayuda en el intento de extinguir el fuego, entre otras, la del vapor correo Alfonso XIII que había llegado el día anterior a Santander tras su primer viaje a Cuba. También aportó su valiosa ayuda el trasatlántico español “Catalina” de cuya tripulación formaba parte “Pachín González”, personaje que inspiró a José María de Pereda la novela del mismo nombre.
El fuego del barco atrajo a multitud de curiosos que, ajenos al contenido mortal de las bodegas, contemplaban despreocupadamente el fuego. Una hora después estallaron las bodegas. Muchos edificios cercanos de la calle Méndez Núñez, se derrumbaron. La onda expansiva se propagó por toda la bahía y cientos de fragmentos de hierro y otros objetos salieron disparados a varios kilómetros de distancia. La explosión produjo además una inmensa ola de agua de millares de toneladas, que arrastró a muchas personas al mar. Todos los que estaban a bordo dejaron su vida en la explosión.
El trágico resultado fue de 590 muertos y 525 heridos. Santander tenía en aquel tiempo 50.000 habitantes censados. En esta tragedia fallecieron la mayor parte de las autoridades civiles y militares de la provincia, incluido el gobernador civil, además de bomberos, trabajadores y curiosos que se habían acercado a observar como ardía el barco.
La magnitud de la explosión fue tal, que un calabrote llegó hasta la localidad e Peñacastillo, a unos ocho kilómetros de distancia, y mató a una persona. Un guardia halló dos piernas sobre el tejado de un almacén de madera a una distancia de dos kilómetros. En la playa de San Martín, a kilómetros de recorrido, apareció el bastón del gobernador civil, Somoza, que junto con otras autoridades se hallaba a bordo en el momento de la explosión. El ancla del vapor, fue a parar al patio del colegio LaSalle, a pocos metros del Alta, donde muchos años más tarde aún se podía ver como fúnebre monumento a una desgracia insospechada.
José María de Pereda, narrador y notario del acaecer del Santander de su tiempo, nos cuenta, de forma novelada, esta tragedia naval en su ya citada obra “Pachín González”.
Todos los años, al igual que hoy, el Ayuntamiento de Santander honra la memoria de aquellas víctimas.
Hoy, queda el recuerdo, el triste recuerdo, pero las heridas están curadas. Santander, la novia del mar, sigue con su pecho abierto para acoger a cuantos barcos quieren abrigarse en su hermosa bahía. Una bahía que sabe de amor y dolor, de reencuentros y despedidas, que sigue ahí, tan bella y tan acogedora como la hizo Dios en su reparto de privilegios sobre este planeta.
JORGE SEPÚLVEDA - "SANTANDER"