No hace muchos días tuve el gusto de leer en un periódico de Asturias, un artículo firmado por uno de sus columnistas habituales, mi querido amigo Ignacio Gracia Noriega, dedicado a la figura del escritor cabuérnigo, Manuel Llano.
La verdad es que me satisfizo enormemente que Ignacio dedicara ese largo artículo a esta figura literaria a la que yo, desde que le descubrí, siempre he profesado devoción.
Manuel Llano nació en Sopeña, del ayuntamiento cántabro de Cabuérniga, el año del desastre colonial español (1898). También Carmona, más allá de la Collada, disputa ser la cuna de su nacimiento, dado que allí vivían sus padres, pero parece probado que es Sopeña, residencia de sus abuelos, la que puede ostentar este honor. Murió, muy joven, durante otro desastre, la Guerra Civil española (1938). Como habrán podido observar muchos, a la entrada de Sopeña, en la carretera que desde Cabezón de la Sal lleva hasta Campoo, hay un indicador de la población a la que se llega, bajo cuyo nombre consta: “Lugar natal del escritor Manuel Llano”.
Pero este escritor y poeta en prosa, no es muy conocido más allá de los límites de su tierra montañesa. Tiene razón Ignacio Gracia cuando dice que “El gran problema de los escritores regionalistas, terruñeros y ensimismados es no llegar más allá de su quintana, de su valle, de la corriente de su río, de la sombra del campanario de su iglesia”.
Pero tampoco Manuel Llano quiso ir más allá. Apenas salió de su pueblo de Sopeña, salvo para ir a otros pueblos del entorno y, cuando el destino se lo exigió a su familia necesitada, tuvo que ir forzosamente a vivir a Santander en busca de trabajo y superación económica. Santander, para él, suponía la lejanía más imaginable. Nunca pudo, ni quiso, adaptarse a la vida y costumbres capitalinas. Su obligada estancia en la ciudad portuaria supone para él un desarraigo del mundo rural y el descubrimiento de un ambiente urbano, desconocido y hostil que, a parte de alguna oportunidad literaria, sólo le brinda penalidades y un destino incierto. El rechazo de este medio y la vuelta y apego al de su infancia, se hará una constante en su vida y en los temas que escoge para su obra literaria.
Los años felices de Manuel Llano fueron los escasos que duró su infancia, cuando, casi un niño, era sarruján en Carmona y se sentía feliz y libre por las brañas de Campoo y Cabuérniga entre los animales que pastoreaba. Allí empezó a elaborarse su gran pasión literaria, y de aquél ambiente nacieron sus temas preferidos y casi permanentes en su obra.
Si bien es cierto que la ciudad le supuso privaciones y penurias, también le dio oportunidades, le abrió muchas puertas y le tendió manos. No debemos olvidarnos que el escritor llegó a Santander con apenas quince años, y que dejaba atrás todo un mundo, real e imaginario, que había enraizado en su tierno corazón de poeta con una fuerza que no le abandonaría jamás.
Comenzó estudios que nunca terminó y trabajó en distintos oficios. Fue maestro, sin título, y ayudante de farmacia en Laredo, pero su vida estaba firmemente enfocada a la literatura. Escribiendo, veía a su pueblo y a sus brañas. Escuchaba el sonido del rabel y los acordes suaves del viento. Cuando escribía, volvía a ser de nuevo un sarruján casi niño que cuidaba los ganados comunitarios de Carmona, la tierra de los albarqueros, los mejores albarqueros, como también lo había sido su padre ciego.
En 1920, comienza la que será su principal actividad literaria como fuente de ingresos, las colaboraciones en prensa. Sus primeros trabajos se publican en “El Pueblo Cántabro”, pasando a colaborar más tarde a “La Región” y años después en “El Cantábrico” donde realiza su más importante labor periodística. Al mismo tiempo publica su primera novela El sol de los muertos, que va apareciendo como folletín en “La Región”.
Pronto se perfila su interés por el entorno localista con la inclusión en algunas de sus obras, de leyendas recogidas por los pueblos y donde predomina el elemento costumbrista que nunca abandonará.
Llega a tener contactos literarios con el Ateneo de Santander, lo que le brinda oportunidad de conocer a escritores ya consagrados como Miguel Artigas, José María de Cossío, Gerardo Diego o José Hierro. Su relación con ellos le lleva a conocer a muchos autores clásicos a los que no había tenido oportunidad de leer. También entabla relación con Unamuno quien llega a elogiar generosamente alguna de sus obras.
El poeta Gerardo Diego, decía de él que “toda su vida es o parece una leyenda”. Una leyenda como las que recoge en sus obras, de prosa “bellísima, sonora y plástica”, tal como apunta Gracia Noriega. Pero sobre todo, más que prosa literaria, Unamuno así la describió, es una prosa que irradia poesía. Poesía sin adornos, poesía al natural, bellísima.
No conocer la obra de Manuel Llano, supone perder un importante matiz de lo que entendemos por belleza, es decir, no conocer la belleza en plenitud.
Sus libros, es una pena, se esconden por viejas bibliotecas. Se le considera, posiblemente, un escritor menor. No sé quien tiene autoridad para dar estas calificaciones pero, en este caso, seguro que quien le ha subestimado nunca ha leído su obra.
Manuel Llano merece ser reivindicado y puesto en su lugar, en el que le corresponde por derecho propio. Ese lugar sólo lo tiene en el cementerio donde descansa en el panteón de hombres ilustres de Santander.