sábado, 22 de agosto de 2009

"SEM", O LOS HERMANOS BÉCQUER



(A la izquierda, Gustavo Adolfo Bécquer. A la derecha, su hermano Valeriano)



La poesía satírica, el epigrama, siempre me atrajo. España ha tenido grandes maestros en este género y existe una extensa obra, quizá, poco conocida. La sátira, en la mayoría de los casos, obligaba a mantener a sus autores en el anonimato, pues sus ataques al poder, a los nobles, a los grandes, eran tan crueles y tan merecidos que a los que escribían podría costarles, como hoy mismo, sino la vida, sí su libertad y su marginación en una sociedad corrupta y carente de valores. Algo parecido a lo que vivimos en este presente que, aunque nominalmente libre, se te puede machacar y arrinconar cuando eres incómodo para el “establishment”. El que tiene el poder lo ha ejercido siempre, desde el absolutismo y desde las democracias. No soporta bien las críticas, y menos las sátiras que se escriben en su contra, y ejerce su poder en detrimento de los débiles que no ven otra salida que el anonimato para proteger su propia integridad personal.

España ha sido muy dada y aficionada a este género literario que ha escrito páginas preciosas, y que ha dado a la literatura genios inigualables. “A la abeja semejante/para que cause placer/el epigrama ha de ser/pequeño, dulce y punzante”. Pocos literatos que se precien han dejado de cultivar este género. Desde aquel genial Marco Valerio Marcial, en el siglo primero de nuestra era, y pasando por los tres geniales montañeses de origen, Lope, Calderón y Quevedo, hasta el gran genio del género que, sin duda, constituye don Manuel del Palacio, seguido por Campmany, Ussía y “Monolito el Pollero”; este último que escribía sus versos en servilletas de cualquier cervecería de su Madrid y luego se perdían entre peladuras de gambas y colillas de cigarrillos, si no eran rescatadas de los ceniceros o del suelo por los amigos que apreciaban su arte y su pluma aguda y picarona.

Hace ya algunos años, la Biblioteca Nacional adquirió un conjunto de acuarelas, algunas de ellas acompañadas por versos jocosos, procaces y agresivos. También eran así los dibujos. Los personajes receptores de aquellos dardos satíricos, punzantes y venenosos, eran la reina Isabel II, su esposo, Francisco de Asís de Borbón, Marfiori (favorito de la Reina), González Bravo, el padre Claret y sor Patrocinio, la monja de las Llagas. El autor de estos dibujos y textos era “Sem”, alguien que, para salvar su integridad, utilizaba este seudónimo.

Pero Sem, era dos personajes. Ni más ni menos que Gustavo Adolfo Bécquer y su hermano Valeriano. Sí. El mismo Bécquer de las “Rimas y las Leyendas” románticas. El poeta de las modistillas y de los que nunca habían escrito una carta de amor y que recurrían a sus rimas porque les parecían lo más precioso que se podía decir a una mujer amada. Dos grandes artistas, Gustavo y Valeriano que, siguiendo la tradición tan española, nunca fueron reconocidos en vida. Dos hermanos tan unidos que formaron un solo cuerpo en Sem. Ambos sufrieron penurias y escaseces y tuvieron oportunidades que perdieron por no querer adaptarse a las normas insoportables del poder que, en aquella España que les tocó vivir, cambiaba de manos como la pelota de un niño.

Aquellos documentos que la Biblioteca Nacional adquirió en su día, quedaron archivados durante tiempo, sin darles mayor importancia, hasta que alguien los descubrió y llegó a dilucidar quien era Sem. Entonces salieron a la luz y a formar parte, aunque extraña, del género epigramático salido de la pluma de uno de los más carismáticos poetas románticos –tardío ya, respecto a las corrientes europeas- que ha dado la literatura española.

Gustavo Adolfo y Valeriano, formaron un ser único. Gustavo, más conocido. Valeriano tuvo la desgracia de perder la mayor parte de su obra pictórica, durante los desastres que España sufrió después de su temprana muerte, y no llegó a alcanzar la notoriedad de su hermano poeta. ¡Cuantos tesoros así se habrán perdido!

Gustavo Adolfo, ya muy enfermo a la muerte de Valeriano, no tardó en seguirle. Pocos días antes de morir llama a su amigo Narciso Campillo y le entrega los originales de sus obras –poemas, cartas literarias y relatos- para que los corrija y los publique cuando él falte. También recibe en esos días la visita de su más íntimo amigo, Augusto Ferrán, con quien mantiene una dolorosa conversación. Gustavo le pide que busque en su escritorio sus cartas privadas y las quema en su presencia. ¿Irían, entre éstas, muchas de las sátiras escritas contra Isabel II, su esposo y los gerifaltes a los que tanto criticó el conjunto Sem? “Serían mi deshonra”, le dice a Ferrán. Al final de la conversación le ruega: “Si es posible, publicad mis versos. Tengo el presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo”. No se equivocaba nada el autor de las “Rimas y las Leyendas”.

De aquellos textos que acompañaban a las acuarelas de Valeriano, y que se guardan en la Biblioteca Nacional, les puedo transcribir algunos:

Isabel II, con fama de activa folladora, y de la que se cuenta que paseó por su real alcoba a media Corte, y que veranea por aquellos días en San Sebastián, huye a Francia ante los acontecimientos que se suceden en España. Pero tiene la esperanza de volver al trono algún día:

“Silbada estás por la nación entera/y la Guardia Civil./¿Y aún piensas en volver, jamona mía?/¡Pues lo siento por ti!”/

“Los reyes que se expulsan a balazos/suelen volver quizá./Los que salen echados a escobazos,/ esos….no vuelven más.”/

Nos recuerdan sus rimas estos versos: “Aquellas que aprendieron nuestros nombres/esas…no volverán”./

Pero a quien de verdad le tenía Sem auténtica fobia era al Rey consorte, Francisco de Asís de Borbón: “Doña Paquita”; “Paquito Natillas”, con fama de pocas cualidades masculinas. Sobre éste fue toda la artillería: Valeriano dibuja un cuadro donde el consorte se masturba. Gustavo Adolfo lo completa con un pareado: “El Rey consorte/el mayor pajillero de la Corte”/. Y otra: “Paquito Natillas/es de pasta flora,/y orina en cuclillas/como las señoras”.

Un libro titulado “Los Borbones en pelotas”, recoge todos estos epigramas. ¿Puede quedar, por eso, desvirtuado el romanticismo de Gustavo Adolfo Bécquer? Pues yo creo que no, al contrario. Ningún escritor que se precie ha seguido siempre una línea fija. Poe escribió narraciones terroríficas y poemas románticos. Quevedo, ni lo cuento. Fue un genio del ingenio satírico y su poesía es de una humanidad incomparable. Lope, a parte de la rigidez de sus obras de teatro, fue un cabroncete de tomo y lomo.

Cervantes se desmarca del género:“Nunca voló la humilde pluma mía/por la región satírica, bajeza/ que a infames premios y desgracias guía.”/

Pues yo, particularmente se lo agradezco a Sem y a todo el parnaso que sí voló por esta región satírica jugándose la libertad y, en algunos casos, hasta la vida.

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