(Si Mefistófeles tuviera que comprar mi alma, no la compraría con una condecoración ni con un título; pero si tuviera una promesa de simpatía, de efusión, de algo sentimental, creo que entonces se la llevaría muy fácilmemente). (Don Pío Baroja)
Don Pío, el viejo cascarrabias, se tocaba con una boina que no llegaba a chapela. Su imagen es bien conocida y familiar: barba corta y descuidada, bufanda larga, viejo abrigo y botas que, según nos cuenta Umbral, la derecha se le torcía hacia dentro porque tenía un pisar simiesco que escondía levemente la punta del pie.
Algunas tardes bajaba a pasear por el Retiro pero determinadas circunstancias le desaconsejaron el paseo. Un día le visitaron en su casa Luis Ponce de León y otros falangistas de uniforme: -“Sale usted poco, don Pío”. –“Poco, sí, antes bajaba más, pero desde que andan por ahí esos cabrones de falangistas ya no me atrevo”. La cara de Luis Ponce y de la comparsa uniformada nadie nos la ha descrito, pero es fácil de imaginar.
Así era el gran novelista. Decía lo que sentía y no miraba a quien se lo decía. Dicen que don Pío caía bien a los españoles porque se metía con todo el mundo y hablaba mal de cualquiera. Era el clásico antipático gracioso que tanto gusta a nuestro pueblo. Eso era, y sigue siendo, un rasgo nacional destacado, pero sólo se lo consentimos a los de casa.
Baroja, a parte de su supuesto despiste para decir lo que pensaba, calculaba bien al rival. Sabía con quien trataba y no perdía oportunidad de machacarle. Él también fue machacado, sin misericordia, por aquellos que ya dominaban las calles y los cafés madrileños cuando llegó a la villa y corte tratando de hacerse un hueco en la farándula literaria que dominaba la capital española. En aquella época, no muy distinta a la actual, y entre aquella gente que trataba, a sangre y fuego, de abrirse camino en la literatura, no se podían dar oportunidades. Había que ser más puta que las putas y tratar de neutralizar, con ingenio o con simples putadas, a quien pudiese hacerte sombra.
Los cafés literarios del Madrid de la época, son un buen ejemplo de ello. Los cafés y las calles. A estas gentes, muchas de las cosas les sucedían en la calle. En la calle de Alcalá, fundamentalmente. Allí se encontraron, un buen día, Baroja y Valle Inclán. Valle, parece ser, tenía ridículos sueños de grandeza, ¿quizá de ahí lo del marqués de Bradomín? Baroja, por el contrario, sentía un vivo desprecio por las genealogías. Eso era bien conocido por Valle Inclán con quien ya había tenido alguna discrepancia al respecto.
En plena calle de Alcalá se encuentran los dos, frente a frente. Baroja no estaba de humor y quería dar pase torero al de las barbas de chivo. Valle Inclán le detuvo: -“Mire usted, Valle, voy con prisa a recoger el cuadro de mi árbol genealógico y no puedo entretenerme.
Y Valle, que las captaba al vuelo y que también tenía malas pulgas, le contestó ofendido: -“Vaya usted a la mierda, hombre, váyase usted a la mierda”. Ambos siguieron su camino y, de verdad, no hubo más. El resto vendría después.
La verdad es que entre ambos personajes existía algo, no fácil de explicar. De Baroja se dice que no sabía escribir. De hecho, no se gustaba a sí mismo. Se aprecian en sus textos el descuido y la desgana, aunque escribió mucho, pero se le achaca que no sabía construir una novela, no organizaba sus escritos en los cuales, según críticos autorizados, se observa una notable falta de sintaxis.
Sin embargo, reconocía la maestría de Valle Inclán para escribir. Para él, Valle sí sabía escribir. Eso es digno de reconocer en Baroja. Si él no escribía bien, sabía y apreciaba a quien lo hacía, aunque le molestase y no le gustase encontrarse con él por la calle.
Sin embargo, Baroja era asiduo de la famosa tertulia del Nuevo Café de Levante que presidían Valle Inclán y Ricardo Baroja, su hermano (quizá fuera este último quien le acercaba allí). De aquella tertulia decía Valle que había influido más en la España contemporánea que la misma Academia y la Universidad.
Aquellos eran tiempos de putadas y sablazos. Baroja odiaba a Villaespesa porque en una ocasión le prestó cinco pesetas y nunca se las devolvió. –“Nunca he leído sus versos, pero siempre diré que es un mal poeta.
Don Pío, pasó por el mundo como un ser escéptico, tierno y solitario, pero con una etiqueta de insobornable independencia. Hasta es posible que aquellas otras etiquetas que se le colgaron de áspero y de gesto bronco, de lo que algunos hicieron un tópico, no fueran más que eso, etiquetas que te cuelgan, simplemente por tu figura física.
Algunas tardes bajaba a pasear por el Retiro pero determinadas circunstancias le desaconsejaron el paseo. Un día le visitaron en su casa Luis Ponce de León y otros falangistas de uniforme: -“Sale usted poco, don Pío”. –“Poco, sí, antes bajaba más, pero desde que andan por ahí esos cabrones de falangistas ya no me atrevo”. La cara de Luis Ponce y de la comparsa uniformada nadie nos la ha descrito, pero es fácil de imaginar.
Así era el gran novelista. Decía lo que sentía y no miraba a quien se lo decía. Dicen que don Pío caía bien a los españoles porque se metía con todo el mundo y hablaba mal de cualquiera. Era el clásico antipático gracioso que tanto gusta a nuestro pueblo. Eso era, y sigue siendo, un rasgo nacional destacado, pero sólo se lo consentimos a los de casa.
Baroja, a parte de su supuesto despiste para decir lo que pensaba, calculaba bien al rival. Sabía con quien trataba y no perdía oportunidad de machacarle. Él también fue machacado, sin misericordia, por aquellos que ya dominaban las calles y los cafés madrileños cuando llegó a la villa y corte tratando de hacerse un hueco en la farándula literaria que dominaba la capital española. En aquella época, no muy distinta a la actual, y entre aquella gente que trataba, a sangre y fuego, de abrirse camino en la literatura, no se podían dar oportunidades. Había que ser más puta que las putas y tratar de neutralizar, con ingenio o con simples putadas, a quien pudiese hacerte sombra.
Los cafés literarios del Madrid de la época, son un buen ejemplo de ello. Los cafés y las calles. A estas gentes, muchas de las cosas les sucedían en la calle. En la calle de Alcalá, fundamentalmente. Allí se encontraron, un buen día, Baroja y Valle Inclán. Valle, parece ser, tenía ridículos sueños de grandeza, ¿quizá de ahí lo del marqués de Bradomín? Baroja, por el contrario, sentía un vivo desprecio por las genealogías. Eso era bien conocido por Valle Inclán con quien ya había tenido alguna discrepancia al respecto.
En plena calle de Alcalá se encuentran los dos, frente a frente. Baroja no estaba de humor y quería dar pase torero al de las barbas de chivo. Valle Inclán le detuvo: -“Mire usted, Valle, voy con prisa a recoger el cuadro de mi árbol genealógico y no puedo entretenerme.
Y Valle, que las captaba al vuelo y que también tenía malas pulgas, le contestó ofendido: -“Vaya usted a la mierda, hombre, váyase usted a la mierda”. Ambos siguieron su camino y, de verdad, no hubo más. El resto vendría después.
La verdad es que entre ambos personajes existía algo, no fácil de explicar. De Baroja se dice que no sabía escribir. De hecho, no se gustaba a sí mismo. Se aprecian en sus textos el descuido y la desgana, aunque escribió mucho, pero se le achaca que no sabía construir una novela, no organizaba sus escritos en los cuales, según críticos autorizados, se observa una notable falta de sintaxis.
Sin embargo, reconocía la maestría de Valle Inclán para escribir. Para él, Valle sí sabía escribir. Eso es digno de reconocer en Baroja. Si él no escribía bien, sabía y apreciaba a quien lo hacía, aunque le molestase y no le gustase encontrarse con él por la calle.
Sin embargo, Baroja era asiduo de la famosa tertulia del Nuevo Café de Levante que presidían Valle Inclán y Ricardo Baroja, su hermano (quizá fuera este último quien le acercaba allí). De aquella tertulia decía Valle que había influido más en la España contemporánea que la misma Academia y la Universidad.
Aquellos eran tiempos de putadas y sablazos. Baroja odiaba a Villaespesa porque en una ocasión le prestó cinco pesetas y nunca se las devolvió. –“Nunca he leído sus versos, pero siempre diré que es un mal poeta.
Don Pío, pasó por el mundo como un ser escéptico, tierno y solitario, pero con una etiqueta de insobornable independencia. Hasta es posible que aquellas otras etiquetas que se le colgaron de áspero y de gesto bronco, de lo que algunos hicieron un tópico, no fueran más que eso, etiquetas que te cuelgan, simplemente por tu figura física.
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