martes, 21 de julio de 2009

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, UN ABRAZO AL ATLÁNTICO

(Unos milicianos con fusiles le obligaron en la calle a reír patéticamente porque buscaban a uno que se le parecía y le faltaba un diente. Se fue a América y ya no rgresó jamás a España.)



(Juan Ramón Jiménez)

Ya ves, Platero, cincuenta años, hoy, de mi definitiva ausencia. Dos largos años después que Zenobia a la que, bien sabes tú, siempre deseé preceder en este trance. Mi vida, ya no era vida sin ella y, así como de niño y de más mayor, era mi obsesión el temor a una muerte repentina, como le había sucedido a mi padre, mucho anhelé el momento de volver a estar a su lado.

Hoy descansamos los dos juntos en este pequeño y precioso campo santo de mi pueblo, Moguer, donde tanto me gustaba pasear en los primeros años de mi juventud. Era mi paseo favorito, y no por un romanticismo enfermo, sino, al contrario, por la contagiosa alegría que flotaba en su limpio recinto, lugar de grato descanso, lleno todo de árboles y abejas, pájaros y flores.

En Moguer nací a la vida, y en Moguer se abrieron mis ojos y mis sentidos a la poesía.

Y yo me iré, y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.

Este pueblo, Platero, guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios. De esos dulces años recuerdo bien que jugaba muy poco y que era gran amigo de la soledad. Mi madre solía decir que, de niño chico, yo estaba siempre riéndome y que no comprendía cómo, luego, me volví tan serio.

Recuerdo que cuando niño
me parecía mi pueblo
una blanca maravilla,
un mundo mágico, inmenso….

Rondaban muchas cosas por mi cabeza, Platero. La poesía me hervía en la sangre. La poesía, la música, los colores, los campos, el mar…. Tenía la necesidad de arrojar de mi interior, cuanto pensaba de la belleza de las cosas que me rodeaban. Por ello, mis silencios eran largos y, la soledad, mi mejor compañera. Necesitaba dar forma a todo aquello. Necesitaba darle forma con palabras, con versos…

La vida me fue modelando, y el mundo me enseñó muchas cosas. Yo lo amaba todo, menos a la muerte que me aterrorizaba. También aprendí a amar, o más bien a desear, a la muerte. No por ella, que es macabra, sino por Zenobia. ¿Qué era yo sin ella, Platero? ¡Que triste es amarlo todo, sin saber lo que se ama! Yo bien sabía lo que amaba.

¡Que bello es Moguer, Platero! Hasta aquí me llegan los aromas de sus campos y su mar. También me llega el olor de tu cuerpo, Platero. Hoy vuelvo a ser niño y a cantar a todo.

¡Granados en cielo azul!
¡Calle de los marineros!
¡El hombre siempre en el mar,
y el corazón en el viento!

Si, Platero, sí, “el corazón en el viento…”. Esto sólo podemos escribirlo los poetas. Cae la tarde en Moguer. Escúchalo, Platero. Escucha ese silencio que suena a música, a viejo piano, a cuerdas de guitarras y violines acariciados por la suave brisa.

La tarde es un silencio hecho de valle y bruma.
Sobre las hojas secas camino paso a paso,
mientras tiembla el lucero y el paisaje se esfuma
extasiado en la lira de oro del ocaso.

Que descanses, Platero. Bajó ya la noche clara. Moguer duerme. El mar está calmado, no rompe, sólo acaricia la arena.

Juan Ramón y Zenobia también duermen. Son felices de nuevo, ya nada les falta, tienen su amor para toda la eternidad.

“En el sueño, la memoria nos hace cuerdos de la negrura, que parece natural que lo seamos, más natural, al menos, que locos de la luz”.

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