(No sé cómo deciros que este libro brotando, creciendo,/que este libro no es mío, que este libro no se ha hecho queriendo...)
(Gerardo Diego)
Cuentan de Gerardo Diego que era un señor muy soso, poco hablador. En el café Gijón solía sentarse solo frente al amplio ventanal, evitando el diván presidencial, y miraba ensimismado la luz de la tarde que decoraba las fachadas de la Biblioteca Nacional. Alberti (el poeta-pintor) hablaba mal de Gerardo (el poeta-músico), le parecía un señor raro, hermético, antipático, con cara de pobre.
¿Que no hubiese pensado Ortega de Alberti cuando se le presentó en la residencia de estudiantes de Madrid, con pistola al cinto, ‘solicitándole’ que firmase aquel famoso manifiesto de los intelectuales, a favor de la II República? Pues, seguro, que de simpático no tenía nada.
¿Que no hubiese pensado Ortega de Alberti cuando se le presentó en la residencia de estudiantes de Madrid, con pistola al cinto, ‘solicitándole’ que firmase aquel famoso manifiesto de los intelectuales, a favor de la II República? Pues, seguro, que de simpático no tenía nada.
No era cierto que Gerardo Diego no hablase y no participase en tertulias si se le requería. De hecho, presidía una tertulia de poetas asistido por José García Nieto, su predilecto. Lo que ocurría, como él decía, era que la gente no escuchaba. Hay mucha gente que no domina el arte de la conversación. Hay gentes que sólo se escuchan a sí mismas y no les interesa para nada lo que los demás puedan decir. Eso es algo que te lleva a la soledad, o a un círculo muy reducido, que es lo que le pasaba a Gerardo Diego.
Se sentaba en silencio y, algunas veces, alguien le traía un libro para que se lo dedicase.
Se sentaba en silencio y, algunas veces, alguien le traía un libro para que se lo dedicase.
-¿Don Gerardo de Diego?
-No. Yo soy Gerardo Diego. Ni don ni de.
-Perdón, Soy Severo Ochoa.
Gerardo pegó un salto en la silla. Tenía ante sí al ya Nobel científico asturiano. Se fueron aparte y le firmó el libro mientras charlaban un rato.
-Es para Carmen, mi mujer, que sí lee versos.
Fueron muchas tardes de paseos por Recoletos y de muchos cafés en el Gijón, solo y en silencio. Caminaba con pasos cortos, de banderillero. Puede que sí fuera soso o, más bien, rebuscado como sus versos. Era un dandy. Quizá hasta exagerado en sus formas. Era, como apunta Umbral, un ‘manual de espumas’. Un santanderino con toques de ‘jándalo’. Entre el norte y el sur. Su figura, la de un hidalgo montañés perediano.
A su viejo piano de cola, le arrancaba versos musicales que luego convertía en literatura hermosa. Su obra poética, escrita a lo largo de casi sesenta años, es muy extensa. Pero nunca faltó un lugar para cantar a su Santander, poemas que se recogen en su precioso libro "Mi Santander, mi cuna, mi palabra”:
……
Bosque de invierno, el pálido tembleque
De los nueve emplazados. Cada chico,
se renueva la tala y el más jeque,
el emboque meñique no hinca el pico.
Oh tú, Mallavía, el del sublime saque.
Zurdo de Bielva, oh mago del emboque.
Vuestra elegancia príncipe hunde en jaque
A Fidias y a Mirón. Nadie la toque.
(De su “Oda a los bolos”)
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