La cuestión política, en España, está revuelta en estos últimos días. Han tenido lugar decisiones, puramente políticas, y también judiciales que atañen directamente a un magistrado que, irresponsablemente, se declaró un "juez de izquierdas". Esa no fue la razón de la condena del juez Garzón, aunque la "chusma" se empeñe en interpretarlo así. Tampoco fue que quisiese, o no, investigar los supuestos crímenes del franquismo, después de haber argumentado una ley de amnistía que, según sus razonamientos, le impedía enjuiciar los asesinatos de Paracuellos del Jarama y las "sacas" de la cárcel Modelo de Madrid en 1936: Más de cinco mil asesinatos a las costillas de uno de los personajes más siniestros que, aún hoy, se pasean por España pidiendo respeto y consideración.
Esa chusma, que no es la izquierda responsable –en el supuesto de que exista- no está dispuesta a respetar ni a acatar las resoluciones del Tribunal Supremo, sencillamente porque no les ha dado la razón. Ellos, en este caso del juez Garzón, ya habían juzgado y habían dictado sentencia absolutoria.
Ellos se creen en posesión absoluta de la verdad, al más puro estilo dictatorial. No creen en las instituciones, ni las respetan, ni las aceptan, salvo que sean de su cuerda. Sólo ellos tienen razón y, si no se la dan, recurren a la violencia.
Y yo me pregunto: ¿Por qué debo yo creer en la integridad del juez Garzón y despreciar la de los siete magistrados que lo han juzgado y condenado, por unanimidad, después de que el propio Garzón hubiese recusado a otros seis magistrados que no le ofrecían las suficientes garantías de imparcialidad?
Salir a la calle, o manifestarse en la calle, es un derecho constitucional que ningún gobierno, ni nadie, puede conculcar. Pero una cosa es una manifestación, y otra, muy distinta, una manifestación violenta que dinamite los derechos y las libertades de la ciudadanía. Simplemente porque la calle es de todos, no sólo de unos pocos inconformes.
En estos últimos días estamos asistiendo a movilizaciones como la del pasado domingo, convocada por los sindicatos mayoritarios para protestar contra la reciente Reforma Laboral presentada por el Gobierno del PP. Esta reforma, que el Gobierno cree necesaria (yo no entro a juzgarla por falta de análisis y conocimientos suficiente por mi parte) intenta paliar un deterioro trágico en la masa laboral de España, situada en casi un 30% de paro, lo que supone más de cinco millones de personas sin empleo.
Protestar, o no compartir determinadas medidas gubernamentales, es igualmente lícito pero, en este caso particular, es totalmente amoral si nos fijamos en que, en estos últimos años, los sindicatos convocantes de la manifestación del domingo han sido lo más inoperante y lo más inútil que se puede dar en organizaciones de esta clase ya que sólo fueron pasivos observadores de este deterioro, sin mover un dedo contra el Gobierno que llevó a España a esta situación, y sólo preocupados de sus prebendas y de su bienestar.
Sin embargo, acompañados de algunos gerifaltes de ese Gobierno lamentable, se atreven a salir a la calle para protestar contra unas medidas, como la Reforma Laboral, adoptadas por el actual Gobierno, que, según la mayoría de los analistas, son inevitables y necesarias.
Ayer mismo, los ánimos se calentaban en Valencia con una manifestación violenta de estudiantes que dio lugar a cargas policiales que los manifestantes califican de extremadamente violentas.
Pero, mi particular opinión, se encamina a considerar que a esa chusma, manipulada por otros que no dan la cara, lo que le ocurre es que no soportan que el pueblo español les haya dicho “basta” y le entregase al PP, o a la Derecha, como quieran llamarle, una cota de poder como nunca ha tenido la Izquierda en este país.
¿Solución?, la de siempre: la calle y la violencia, aunque sea a costa de limitar los derechos que la ciudadanía tiene reconocidos y que ellos no tienen inconveniente en ignorarlos.
Dicen que Fraga Iribarne pronuncio aquella famosa frase que él mismo calificaba de apócrifa: “La calle es mía”. No sé si Fraga la llegó a pronunciar o no, pero sí sé que esta chusma está convencida de que es suya.
Por eso, no se les puede dejar la calle. O, mejor dicho, no se les puede dejar que lleven la violencia a la calle. Conviene, en estos momentos, repasar la historia de España en el pasado siglo XX y tomar nota. Las consecuencias de que grupos incontrolados y manipulados, la chusma, tomasen la calle, ya las conocemos.
Esa chusma, que no es la izquierda responsable –en el supuesto de que exista- no está dispuesta a respetar ni a acatar las resoluciones del Tribunal Supremo, sencillamente porque no les ha dado la razón. Ellos, en este caso del juez Garzón, ya habían juzgado y habían dictado sentencia absolutoria.
Ellos se creen en posesión absoluta de la verdad, al más puro estilo dictatorial. No creen en las instituciones, ni las respetan, ni las aceptan, salvo que sean de su cuerda. Sólo ellos tienen razón y, si no se la dan, recurren a la violencia.
Y yo me pregunto: ¿Por qué debo yo creer en la integridad del juez Garzón y despreciar la de los siete magistrados que lo han juzgado y condenado, por unanimidad, después de que el propio Garzón hubiese recusado a otros seis magistrados que no le ofrecían las suficientes garantías de imparcialidad?
Salir a la calle, o manifestarse en la calle, es un derecho constitucional que ningún gobierno, ni nadie, puede conculcar. Pero una cosa es una manifestación, y otra, muy distinta, una manifestación violenta que dinamite los derechos y las libertades de la ciudadanía. Simplemente porque la calle es de todos, no sólo de unos pocos inconformes.
En estos últimos días estamos asistiendo a movilizaciones como la del pasado domingo, convocada por los sindicatos mayoritarios para protestar contra la reciente Reforma Laboral presentada por el Gobierno del PP. Esta reforma, que el Gobierno cree necesaria (yo no entro a juzgarla por falta de análisis y conocimientos suficiente por mi parte) intenta paliar un deterioro trágico en la masa laboral de España, situada en casi un 30% de paro, lo que supone más de cinco millones de personas sin empleo.
Protestar, o no compartir determinadas medidas gubernamentales, es igualmente lícito pero, en este caso particular, es totalmente amoral si nos fijamos en que, en estos últimos años, los sindicatos convocantes de la manifestación del domingo han sido lo más inoperante y lo más inútil que se puede dar en organizaciones de esta clase ya que sólo fueron pasivos observadores de este deterioro, sin mover un dedo contra el Gobierno que llevó a España a esta situación, y sólo preocupados de sus prebendas y de su bienestar.
Sin embargo, acompañados de algunos gerifaltes de ese Gobierno lamentable, se atreven a salir a la calle para protestar contra unas medidas, como la Reforma Laboral, adoptadas por el actual Gobierno, que, según la mayoría de los analistas, son inevitables y necesarias.
Ayer mismo, los ánimos se calentaban en Valencia con una manifestación violenta de estudiantes que dio lugar a cargas policiales que los manifestantes califican de extremadamente violentas.
Pero, mi particular opinión, se encamina a considerar que a esa chusma, manipulada por otros que no dan la cara, lo que le ocurre es que no soportan que el pueblo español les haya dicho “basta” y le entregase al PP, o a la Derecha, como quieran llamarle, una cota de poder como nunca ha tenido la Izquierda en este país.
¿Solución?, la de siempre: la calle y la violencia, aunque sea a costa de limitar los derechos que la ciudadanía tiene reconocidos y que ellos no tienen inconveniente en ignorarlos.
Dicen que Fraga Iribarne pronuncio aquella famosa frase que él mismo calificaba de apócrifa: “La calle es mía”. No sé si Fraga la llegó a pronunciar o no, pero sí sé que esta chusma está convencida de que es suya.
Por eso, no se les puede dejar la calle. O, mejor dicho, no se les puede dejar que lleven la violencia a la calle. Conviene, en estos momentos, repasar la historia de España en el pasado siglo XX y tomar nota. Las consecuencias de que grupos incontrolados y manipulados, la chusma, tomasen la calle, ya las conocemos.