Estos días escuchaba en los telediarios que el volcán Popocatepetl estaba otra vez cabreado. El "Popo" se ha despertado de nuevo y lanza sus ígneos exabruptos sobre la tierra mexicana. El legendario volcan con nombre de guerrero azteca, llora de nuevo la muerte de su amada Iztaccihuatl, con lágrimas de fuego y lava. Son leyendas preciosas que a mi siemnpre me han gustado.
Una de esas antiguas leyendas nos cuenta que el valiente guerrero, Popocatepetl, dejó a su amada, la princesa Iztacciuatl, para irse a la guerra. Poco después, a la princesa le anunciaron que su amado había muerto en la batalla y la bella princesa fue languidenciendo hasta morir de amor y de tristeza. Pero aquellas noticias no eran ciertas y, cuando Popocatepetl volvió a su tierra, sólo pudo abrazar, desesperado, el cuerpo sin vida de la princesa amada. Luego la tomó en sus brazos y la recostó en lo más alto de una montaña próxima desde donde él mismo se arrojó a una profunda sima volcánica. La nieve fue cayendo y cubriendo la montaña, formando sobre ella el relieve del cuerpo de la princesa muerta.
Así quedó esculpida e inmortalizada, en dos inmensas moles pétreas, la leyenda de amor y pasión de Popocatepetl, “La Montaña humeante”, e Iztaccihuatl, “La Mujer dormida”. Ambos duermen juntos, desde hace siglos. Muy cerca el uno del otro. El guerreo, inquieto y siempre amenazante. La princesa, serena, sin un suspiro…
Entre ambos volcanes se abre un amplio canal que conduce a las preciosas tierras de Tlaxcala y de Puebla, y que, aún hoy, se conoce como “El Paso de Cortés”. Por allí llegó el conquistador extremeño a los valles tlaxcaltecas camino de la capital del imperio, Tenochtitlán.
Otra hermosa leyenda nos cuenta como Tezcatlipoca, el dios de la noche, envidioso de Quetzatcóatl (La Serpiente emplumada), el más célebre de los dioses mexicas, le ofreció a éste un regalo delicadamente adornado. Al abrirlo, Quetzatcóaltl vio su cara reflejada, por primera vez, en la superficie del presente, que no era ni más ni menos que un espejo.
Él, siendo un dios, creía que no tenía rostro. Ahora, al descubrir su cara humana en la pulida superficie, comprendió que era mortal y que su destino era sólo pasajero. Esa noche se emborrachó y ultrajó a su propia hermana.
Al día siguiente, abandonó Tenochtitlán en una balsa, alejándose rumbo al levante, pero prometió regresar algún día para comprobar si los hombres habían cumplido con la obligación de cuidar de la tierra.
Ese regreso se produciría durante el periodo del quinto Sol, que en el calendario cristiano viene a corresponder al año 1519. Su regreso sería en el paso entre los volcanes Popocatepetl e Iztaccihuatl y allí se dirigió el emperador Moctezuma. Pero, en vez de Quezalcóatl, quien llegó por el paso fue un hombre barbudo, de vestidos metálicos que nada sabía ni de Popocatepetl, ni de Iztaccihuatl, ni de Tezcatlipoca, y que no podría imaginar la belleza que le esperaba, a penas a un centenar de kilómetros, cuando llegase a la magnificencia de la capital del imperio azteca, Tenochtitlán.
Durante mis años en México, en tierras poblanas, todos los días al salir de casa camino de trabajo, al doblar una curva que me introducía en la autopista camino de la ciudad, se me presentaba “El Popo”, inmenso y magnífico. Ante él, como ante Dios, me santiguaba todas las mañanas porque, para mí, aquello era la imagen de Dios, representada por la impresionante naturaleza por Él creada.
Muchas mañanas salía de su cráter una leva y blanca columna de vapor que realzaba su belleza. Otras veces, sus manifestaciones eran más inquietantes, pero el Popo siempre había sido así, y ni los más viejos lugareños recordaban ninguna agresión desastrosa del legendario guerrero petrificado. La mañana que la niebla, o el humo que salía de sus fauces impedía su impresionante vista, no era la misma. Faltaba algo: la fuerza que te infundía su contemplación.
Lo indígenas le adoran. Hay que tener contento y tranquilo al gigante. Él les protege. No le temen. Ha sido su guardián durante siglos, y les es familiar. Hay en México mucho a quien temer más que al Popo..
Estos días, el fragor de la erupción, se me asemejaba al grito desesperado del guerrero vencido y aquella inmensa columna de vapores y fuego, a cuchillos de obsidiana que se elevaban para atravesar un corazón. Como en un cruento sacrificio ritual de los aztecas.
Una de esas antiguas leyendas nos cuenta que el valiente guerrero, Popocatepetl, dejó a su amada, la princesa Iztacciuatl, para irse a la guerra. Poco después, a la princesa le anunciaron que su amado había muerto en la batalla y la bella princesa fue languidenciendo hasta morir de amor y de tristeza. Pero aquellas noticias no eran ciertas y, cuando Popocatepetl volvió a su tierra, sólo pudo abrazar, desesperado, el cuerpo sin vida de la princesa amada. Luego la tomó en sus brazos y la recostó en lo más alto de una montaña próxima desde donde él mismo se arrojó a una profunda sima volcánica. La nieve fue cayendo y cubriendo la montaña, formando sobre ella el relieve del cuerpo de la princesa muerta.
Así quedó esculpida e inmortalizada, en dos inmensas moles pétreas, la leyenda de amor y pasión de Popocatepetl, “La Montaña humeante”, e Iztaccihuatl, “La Mujer dormida”. Ambos duermen juntos, desde hace siglos. Muy cerca el uno del otro. El guerreo, inquieto y siempre amenazante. La princesa, serena, sin un suspiro…
Entre ambos volcanes se abre un amplio canal que conduce a las preciosas tierras de Tlaxcala y de Puebla, y que, aún hoy, se conoce como “El Paso de Cortés”. Por allí llegó el conquistador extremeño a los valles tlaxcaltecas camino de la capital del imperio, Tenochtitlán.
Otra hermosa leyenda nos cuenta como Tezcatlipoca, el dios de la noche, envidioso de Quetzatcóatl (La Serpiente emplumada), el más célebre de los dioses mexicas, le ofreció a éste un regalo delicadamente adornado. Al abrirlo, Quetzatcóaltl vio su cara reflejada, por primera vez, en la superficie del presente, que no era ni más ni menos que un espejo.
Él, siendo un dios, creía que no tenía rostro. Ahora, al descubrir su cara humana en la pulida superficie, comprendió que era mortal y que su destino era sólo pasajero. Esa noche se emborrachó y ultrajó a su propia hermana.
Al día siguiente, abandonó Tenochtitlán en una balsa, alejándose rumbo al levante, pero prometió regresar algún día para comprobar si los hombres habían cumplido con la obligación de cuidar de la tierra.
Ese regreso se produciría durante el periodo del quinto Sol, que en el calendario cristiano viene a corresponder al año 1519. Su regreso sería en el paso entre los volcanes Popocatepetl e Iztaccihuatl y allí se dirigió el emperador Moctezuma. Pero, en vez de Quezalcóatl, quien llegó por el paso fue un hombre barbudo, de vestidos metálicos que nada sabía ni de Popocatepetl, ni de Iztaccihuatl, ni de Tezcatlipoca, y que no podría imaginar la belleza que le esperaba, a penas a un centenar de kilómetros, cuando llegase a la magnificencia de la capital del imperio azteca, Tenochtitlán.
Durante mis años en México, en tierras poblanas, todos los días al salir de casa camino de trabajo, al doblar una curva que me introducía en la autopista camino de la ciudad, se me presentaba “El Popo”, inmenso y magnífico. Ante él, como ante Dios, me santiguaba todas las mañanas porque, para mí, aquello era la imagen de Dios, representada por la impresionante naturaleza por Él creada.
Muchas mañanas salía de su cráter una leva y blanca columna de vapor que realzaba su belleza. Otras veces, sus manifestaciones eran más inquietantes, pero el Popo siempre había sido así, y ni los más viejos lugareños recordaban ninguna agresión desastrosa del legendario guerrero petrificado. La mañana que la niebla, o el humo que salía de sus fauces impedía su impresionante vista, no era la misma. Faltaba algo: la fuerza que te infundía su contemplación.
Lo indígenas le adoran. Hay que tener contento y tranquilo al gigante. Él les protege. No le temen. Ha sido su guardián durante siglos, y les es familiar. Hay en México mucho a quien temer más que al Popo..
Estos días, el fragor de la erupción, se me asemejaba al grito desesperado del guerrero vencido y aquella inmensa columna de vapores y fuego, a cuchillos de obsidiana que se elevaban para atravesar un corazón. Como en un cruento sacrificio ritual de los aztecas.
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