(Morirse es, simplemente, no estar...)
Si hace pocos meses nos dejaba el gran Miguel Delibes, hoy lo hacía otro grande de las letras universales, José Saramago.
Debió llamarse, y haber sido conocido, como José Sousa pero el simpático del encargado del registro lo inscribió con el apodo de su padre (Saramago) y no con su apellido (Sousa). Sin embargo, ante la grandeza del personaje, esto se convierte, simplemente, en una anécdota irrelevante.
Hay una frase suya que viene a decir algo así como “morir es, simplemente, no estar”. Es posible que, efectivamente, no sea más que eso “no estar” pero, aún así, ya es bastante triste.
José Saramago, como otros muchos, conoció la ausencia de libertad para escribir su obra, de la misma manera que, durante buena parte de su vida, conoció las limitaciones materiales. Su afiliación al Partido Comunista Portugués (en la clandestinidad) en 1969, no le proporcionó una influyente tarjeta de visita.
No fueron buenos sus comienzos como escritor pues después de la publicación de su primera novela en 1947 (Tierra de pecado) que no tuvo ningún éxito, escribió una segunda (Claraboya) que ni siquiera fue publicada. Se aparta durante veinte años de la literatura con una frase que debería habernos enseñado mucho: “Sencillamente no tenía algo que decir y cuando no se tiene algo que decir, lo mejor es callarse”.
En 1991, su novela “El Evangelio según Jesucristo” le da la justa fama que tanto le tardó en llegar por la enorme polémica que originó en su país, paradójicamente considerado una república laica. El gobierno portugués veta su presentación al Premio Literario Europeo de aquel mismo año, lo que le hace tomar la decisión de autoexiliarse a la isla canaria de Lanzarote. Desde entonces, la isleña población de Tías y la ciudad de Lisboa, fueron sus residencias compartidas.
Hablar de su trilogía de novelas “Ensayo sobre la ceguera”, es quizá hablar de su obra cumbre, aunque la “cumbre”, en una obra como la de Saramago, radica en su conjunto y es difícil escoger o dar prioridades.
En 1998 le llega el merecido Premio Nobel que le convierte en el primer escritor en lengua portuguesa en obtenerlo.
En una de sus últimas novelas “Las intermitencias de la muerte” habla de un país ignorado al que nunca da nombre, donde la muerte decide suspender su trabajo; la gente deja de morir, aunque sí envejece.
Por lo menos sabemos que ese imaginario país no se trataba ni de España ni de Portugal porque, entonces, el gran Saramago aún estaría entre nosotros.
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