martes, 16 de febrero de 2010

HAITÍ, DONDE DOBLAN LAS CAMPANAS


Ya estamos a muchos días vista de la catástrofe de Haití. La situación, para la opinión internacional, se va suavizando. Las televisiones cada vez dedican menos espacios al horror, y la gente del país devastado empieza a comer y a beber, merced a la ayuda internacional. Mal, pero empieza a comer y a beber. Miles han muerto y otros, después de días y días de sepulcrados entre escombros, han sido rescatados con vida. Son gentes de “Premio Nobel” a la resistencia humana; gentes a las que su propio afán de supervivencia les ha hecho aguantar y seguir, sin nada, sin apenas aliento y sin voces amigas que desde el exterior les dijeran: “estamos aquí. Resiste, que es cuestión de horas sacarte de ahí abajo”. Nada de eso escuchaban las decenas y decenas de personas que fueron rescatadas de entre toneladas de escombros, después de dos semanas, o más, que llevaban sepultados. ¿Cómo han podido resistir?

Hoy, los que quedaron para contarlo, están en la superficie de esa tierra que se les movió y que acabó con lo poco que tenían. Deambulan por las calles de Puerto Príncipe, como muertos vivientes, buscando vendas o trapos no tan sucios para poder tapar sus heridas –las heridas del cuerpo, que las del alma no se tapan con vendas-. Buscan medicamentos. De esos medicamentos que en muchas de nuestras casas almacenamos sin saber para qué. Buscan una sombra o un cobertizo donde poder descansar de noches y noches sin dormir, o donde descargar unas lágrimas sin llamar mucho la atención. Estaban acostumbrados a vivir con poco, pero es que ahora, ese poco se ha convertido en la nada más nada.

Ya poco se escucha, o se lee, en los medios sobre Haití. Ha llegado la hora de que muchos se lucren en el gran negocio de la reconstrucción del país. Una oportunidad de oro que el horror de un terremoto les pone en bandeja.

También es llegada –o debería ser llegada- la hora de la reflexión. Pero en este mundo nuestro, y desde la comodidad de nuestras casas, se reflexiona poco y, una vez desaparecidas de nuestros televisores las dantescas escenas que días a tras nos mostraban, volvemos a la conformidad cobarde de nuestras vidas.

Mientras en Haití se carece de lo más elemental, en Llanes –por poner un ejemplo- se recogen firmas por los establecimientos comerciales para pedir al gobierno del Principado de Asturias que ponga de una vez en servicio un equipo de Rayos X que se encuentra empaquetado y abandonado en algún lugar ignorado desde hace años.

Aquí tenemos esos medios de los que Haití carece pero no los utilizamos. Se compran, pero no se utilizan. La soberbia y la abundancia nos hacen más pobres que a los haitianos. Porque la pobreza no sólo es carencia de cosas materiales; la pobreza de espíritu y la soberbia hacen mucho más pobres a las gentes.

El mundo, por triste paradoja, no está dividido entre listos y tontos; ni entre negros y blancos; ni entre hombres y mujeres; ni siquiera entre los de izquierdas y derechas. No, el mundo está dividido entre ricos y pobres. Y digo “triste paradoja”, porque el mundo es (o debería de ser) de todo ser humano que lo habita. Pero unos tienen el agua, otros el trigo y otros, los medios para obtenerlos. Al lado, hay quien no tiene ni lo uno ni lo otro y, además, a nadie le interesa enseñarles como se consigue.

Sé que esto daría para escribir tomos y tomos. Sé que, quien está familiarizado con la miseria –al igual que quien lo está con la opulencia- , no le apetece buscar otras cosas ni otros sistemas. Sé que hay pueblos en el mundo que se han resignado a vivir así y que, quizá, no les interesen otros sistemas. Sé que hay pueblos resignados y entregados. Y sé que hay otros pueblos, ni resignado ni entregados, que están ya dispuestos a chupar, como vampiros, las últimas gotas de sangre que le puedan quedar a un cadáver…

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